Introducción
a la crisis política
En los últimos años, EEUU se ha visto en una situación
política cada vez más polarizada. Tras la caída de la URSS y la supremacía del
capitalismo, la política estadounidense ha descendido con el paso del tiempo a
una serie de comedias disparatadas en las que, aun con una crisis económica que
hace tambalearse el mundo, los partidos en el Congreso pierden el tiempo en
culparse mutuamente. La clave de esta situación es la reducción del déficit,
prioridad de ambos partidos, pero que conlleva el problema de cómo hacerlo y
que sectores sacrificar.
Las dos partes,
demócratas y republicanos, se encuentran en posiciones muy alejadas. El
republicanismo, ensalzado por el radicalismo del Tea Party, cuenta con el hándicap
de haber gobernado durante ocho años un país que tenía superávit neto y que ha
acabado con deudas de más de catorce billones de dólares. No obstante, Obama no
ha sabido capitalizar ese tremendo fracaso republicano y sus tres años de
mandato han dejado una sensación fría y desencantada, con victorias hipotecadas
por un Congreso irresponsable. Los intentos estériles del presidente en lograr
el máximo consenso para sus desafíos en sanidad, educación y desarrollo
tecnológico han acabado ensalzando un movimiento popular (el Tea Party) que se
acerca a los elementos más extremistas de la sociedad. No obstante, la
situación vivida en el Congreso, paralizado por los republicanos durante 2011,
ya se intentó en 1994, cuando dos años antes había ganado Bill Clinton la
presidencia. En aquel tiempo la opinión pública reaccionó en contra de los
republicanos, siendo los claros culpables de la parálisis legislativa. Ahora
los sondeos indican una situación parecida.
Como en una partida a un juego peligroso, ambos partidos
han puesto al mundo pendiente de un hilo, dificultando la recuperación
económica y la reducción de empleo. A través de una serie de propuestas y
contrapropuestas los demócratas buscaban salvaguardar la Seguridad Social, los
seguros médicos y, en general, la reforma sanitaria por la que ha luchado
Obama, con la subida de la contribución fiscal de los más ricos. En cambio, los
republicanos buscan salvar los privilegios de las empresas y la élite adinerada,
así como las exenciones fiscales (alivio del pago de tributos de forma temporal
o permanente a las empresas) del mundo energético y financiero, bajo la máscara
de la enorme deuda pública y orgullosos de reducir así los programas sociales
demócratas. Todo ello, a pesar de que ni el mismo Ronald Reagan en su momento
se creyó en poder de mantener esta política y se vio obligado a subir once
veces los impuestos ya que la doctrina neoliberal en sí es una falacia
imposible de asumir. Para los republicanos y conservadores tanto los programas
militares como la reducción de impuestos es un asunto prioritario aunque difíciles
de conciliar al ser contradictorios.
Sin embargo, hay que tener en cuenta la facilidad
republicana para llegar al ciudadano medio estadounidense. A través de
conceptos e ideas sencillos, apelando al patriotismo o a la religión, la
reducción de impuestos se ha generalizado en la opinión pública y una gran
parte de la población lo ve como algo positivo aunque beneficie a una élite
económica. En este marco no hay demócrata o republicano que pueda atreverse a
poner esto en entredicho ya que podría afectar a su reelección. Además, la
influencia que tienen numerosos medios de comunicación o grupos de presión como
la American for Tax Reform (americanos por la reforma fiscal), que se oponen
frontalmente a la subida de impuestos así como a la reducción de créditos a las
grandes empresas, ha provocado que la doctrina neoliberal siga en pie como un
enemigo declarado del gran monstruo creado por administraciones anteriores que
incluyen programas sociales, protección de menores, ayudas contra discriminación
racial, parques nacionales, vivienda, etc.
Para solventar la crisis poniendo en riesgo su programa
electoral, Obama intentó un gran acuerdo bipartidista para reducir el déficit
cuatro billones a diez años, reformando la Seguridad Social y eliminando
subsidios y exenciones fiscales. La jugada le hubiera salido bien con un
Congreso a favor pero la victoria de los republicanos en las primarias de 2010
obligó a tener que pactar todas las reformas, haciendo concesiones para llegar
a un acuerdo de mínimos en un contexto económico que mejoraba muy lentamente.
De hecho, el porcentaje de paro no se ha reducido lo esperado y se sitúa en
diciembre en un 8,5%, a pesar de haber creado entre 2010 y 2011 2,5 millones de
empleos. Los demócratas, y sobretodo Obama, se han debilitado en todo este
tiempo, intentando defender sus reformas de forma ambigua y generando (al igual
que le ocurre a la izquierda en Europa) una descuidada comunicación que ha fracasado
en sus propósitos de llegar al ciudadano medio, muy dogmático y reticente en
reajustes fiscales por influencias conservadoras.
Por
esta razón, a lo largo de 2011 la cifra de apoyo a la gestión de Obama ha
bajado, llegando a niveles del 38%, y sólo cuando las primarias republicanas
han desembocado en desánimo este índice ha vuelto a subir hasta casi el 50%. Además,
la política destructiva liderada por el sector más ultra de los republicanos se
ha vuelto en su contra. La obstaculización del Congreso les impide en gran
medida defender alternativas de crecimiento. La mayoría de estadounidenses
conoce que, durante casi 3 años, Obama ha sido encarcelado legislativamente
mientras los republicanos intentaban imponer su programa con la amenaza de no
aprobar el presupuesto y paralizar el país, así como impidiendo aprobar el
techo de la deuda.
Otro ejemplo se produjo hace dos meses, cuando el presidente propuso un estimulo fiscal dedicado a educación e infraestructura (que redundaría en la creación de empleo), recortando en sectores demócratas aunque subiendo los impuestos a las rentas altas. Aquí los republicanos han vuelto a negarse, encontrando siempre una justificación hipócrita de lavado de cara frente a la opinión pública o exigiendo una contrapartida imposible de conceder (por ejemplo, un gasoducto desde Canadá al golfo de México).
Otro ejemplo se produjo hace dos meses, cuando el presidente propuso un estimulo fiscal dedicado a educación e infraestructura (que redundaría en la creación de empleo), recortando en sectores demócratas aunque subiendo los impuestos a las rentas altas. Aquí los republicanos han vuelto a negarse, encontrando siempre una justificación hipócrita de lavado de cara frente a la opinión pública o exigiendo una contrapartida imposible de conceder (por ejemplo, un gasoducto desde Canadá al golfo de México).
En
definitiva, los republicanos han intentado arrinconar a Obama a través de una
fuerte rigidez doctrinal y un sector radical, el tea party, que ha ganado mucha
popularidad entre las bases trabajadoras blancas. En estos años han defendido
la bajada de impuestos a las clases altas pero sin que ello afectara al
presupuesto militar y al Pentágono, algo incompatible con la realidad, sobre
todo después de que George Bush hijo consintiera en 2002 exenciones fiscales de
casi cuatro billones (uno de los grandes problemas del déficit actual) pero temporales,
acabando en 2013. Por tanto, si los republicanos hoy no aprueban la subida de
impuestos a las rentas superiores a 250.000 dólares al año para sofocar la
deuda no podrán impedir la reducción de casi la mitad del presupuesto militar.
Por otro lado, si los demócratas no negocian un acuerdo para el presupuesto de
defensa, las exenciones finalizarán afectando a todo el país, incluido las
clases medias y más pobres. Por ello, la situación obliga a ambos partidos a
lograr un consenso.
La
decepción de la obamanía
Las pretensiones
eran demasiado altas. Como suele suceder en EEUU las esperanzas depositadas en
un líder suelen desvanecerse rápidamente. El fenómeno Obama se abrió paso con
una trepidante campaña, apoyado por los sectores más progresistas, esperando
que realmente cambiaran las cosas. Sin embargo, nada más lejos de la realidad,
Obama no ha representado una amenaza hacia los banqueros de Wall Street, que
convierten en una mercancía a los políticos, con la diferencia en que estos
sabían quién era su dueño y se comportaban de acuerdo a ello.
Obama llegó a la Casa Blanca con el fulgor de sus
partidarios, mayoritariamente jóvenes e independientes, hartos de la situación
económica, del desprestigio e imperialismo exterior y, en general, de la vieja clase
política que seguía escondiendo veladamente viejos prejuicios en cuanto a la
clase y la raza. Creían que su candidato lograría superar esos desequilibrios y
acabar con los privilegios de las grandes empresas y el monstruo imperial. Nada
más lejos de la realidad. Obama, como vendedor agresivo, no se comprometió a
nada remotamente parecido a ese proyecto. Usando una serie de eslóganes vacios
(“Si, podemos”; “un cambio en el que podemos creer”), de falacias y halagos,
junto con el uso de la palabra “cambio” en cada discurso, lograron infundir un espíritu
positivo cuando el país más lo necesitaba. Además, su discurso moderado y su
color de piel enervaron a comentaristas fanáticos y medios ultraconservadores
que sólo facilitaron la victoria a su oponente. El resultado de ello ha sido
una presidencia vacía y un movimiento radical de raíz popular cuyo crecimiento
ha acabado ligado a los medios y grupos más conservadores.
En su momento Obama fue muy inteligente. Renegó de su
pasado tamizado por el reverendo Wright y se acercó a los hombres blancos bien
pensantes. A pesar de que actualmente menos del 30% de los presos son blancos,
se vendió la victoria de Obama como una revolución cultural. El deseo del
entonces candidato de parecer razonable y adelantado a la América blanca le
condujo a olvidar sus orígenes así como los desequilibrios de raza y clase
vistos, por ejemplo, en el desastre de Nueva Orleans. De este modo, recibió el
apoyo empresarial de bancos y aseguradoras y más del 90% de las donaciones a su
campaña vinieron de blancos acomodados. Con esta base actuó a través de la
manipulación política y la diplomacia prudente, erigiéndose el instrumento capaz
de unir a los estadounidenses tras el desastre de Bush hijo pero sin perder la oportunidad
para ensalzar la figura de Reagan. Era un candidato perfectamente maquillado,
que tendía la mano a todos los sectores sociales sin rechazar el apoyo (voto)
de nadie.
En este punto hay que tener en cuenta el contexto. Tras
la caída del comunismo se acabó la simulación. La fusión entre la alta política
y las grandes fortunas era visible y el dinero se consideraba una divinidad. La
situación era de una democracia apresada por la corrupción, las empresas y los
grupos de presión. Esta visión recibió un sólido apoyo en 2010, cuando cinco
jueces conservadores declararon legítima, por la “libertad de expresión”, la subvención sin límites de grupos de
presión a las campañas de sus candidatos. Era evidente el disgusto de Obama,
que representa la “transparencia y el
cambio”, pero hubiera sido menos hipócrita si durante la campaña
presidencial de 2008 hubiera restringido el gasto, como quería el republicano John
McCain. Sin embargo, eligió el dinero de las grandes empresas (Microsoft,
Goldman Sachs, Lehman Brothers, JP Morgan…) como base de su campaña, con un
total de 900 millones.
El resultado es un candidato del aparato, hábil y con
talento, que llegó rápidamente arriba, que buscaba siempre el consenso antes
que el enfrentamiento a favor de sus propios intereses e imagen, y que defendía
los intereses de la clase media con palabras y argumentos de presidentes republicanos
como Roosevelt o Reagan. Con ello intentaba captar al mayor número de
simpatizantes y votos para subir en el poder. No obstante, nadie puede acusarle
de traición o engaño. No fueron sino los propios estadounidenses, sus sectores
más liberales y progresistas, los que crearon esa imagen revolucionaria
alrededor del candidato sin que él mismo prometiera algo semejante. La
decepción es, por tanto, con uno mismo.
El
precio del bipartidismo
La mala planificación ha sido el mayor error del líder
demócrata a lo largo de sus 3 primeros años de mandato. Esto provoco dos
primeros años difíciles para llegar a un acuerdo en la reforma sanitaria y continuos
estímulos al sector bancario que han acabado en la victoria republicana de
2010. Por eso Obama ha tenido que concentrarse en reformas con el máximo
consenso, descuidando a las bases que lo eligieron en 2008. Quizá ha sido por
ingenuidad o por un cálculo erróneo basado en intentar conciliar posiciones
mediante compromisos generosos. El caso es que la mano tendida del presidente
ha sido respondida desde la más profunda radicalidad conservadora y populista.
Siendo
las pretensiones tan altas aquellos que lo eligieron se han decepcionado
mientras que sus detractores le odian por su discurso liberal y tono pacifico y
conciliador. El racismo y las especiales circunstancias personales de Obama no
han sido más que un acicate para medios como la Fox y comentaristas como Glenn
Beck, que lanzaban cada semana sus diatribas simplistas y polarizadas. Aun así,
los demócratas no se salvan. Tras ganar en 2008 no pensaron en la débil y frágil
mayoría que les había dado el poder. La mayor exigencia moral hacia los demócratas
y la falta de una autentica izquierda les han hecho ser vulnerables, dejando
que creciera un movimiento producto de la frustración económica. Esto entronca
con la enorme complejidad de la sociedad norteamericana, que los demócratas no
llegaron a comprender y que les ha dado la espalda. Aun así, creyendo que su
crédito era superior, lanzaron reformas sobre la regulación del medio ambiente,
el seguro médico universal y el “estimulo” financiero, pero todo fue
insuficiente para solucionar (a corto plazo) una crisis mucho más arraigada de
lo esperado.
Por
otro lado, a pesar de haber provocado en gran medida la crisis, los
republicanos han aprovechado estos dos años para culpar de insuficiencia a los
demócratas y una parte de la opinión pública los ha escuchado. El problema en
este caso ha sido la incapacidad del presidente y su equipo para explicar
porque destinaban dinero público a los bancos responsables de la crisis,
mientras el país se dirimía con un paro superior al 10% (en septiembre). La
gente perdía su trabajo, su casa y ponía en peligro la seguridad familiar
mientras el Gobierno daba medio billón a los bancos para solventar sus deudas.
Visto de este modo, es normal que la indignación de las masas no haya dado
crédito al Gobierno y este no haya contraatacado denunciando la culpa de Bush y
los neoliberales. La versatilidad e hipocresía republicana ha contrastado con
el estatismo e ingenuidad demócrata hasta el punto de perder las legislativas
de 2010 contra un movimiento popular, racista y vacío de contenido que ha
trasladado su ideología a una gran parte de republicanos.
Las
carismáticas palabras de Obama no terminan de convencer ni generar entusiasmo. El
equilibrio de la opinión pública queda condicionado por la desigualdad de renta
entre las clases medias, con las que Obama pretende identificarse, frente al 1%
de la población que absorbe el grueso de la riqueza nacional. Esta polarización
exacerba las diferencias de opinión entre partidos, congresistas y senadores,
influenciados por el poder económico y por su futuro político, y deja vacante
la funcionalidad del aparato legislativo. Con ello el Congreso y el Senado
pierden legitimidad. El poder político pierde peso y van surgiendo profetas y
salvadores, ganando lo popular, el pasado, las tradiciones, lo tangible en lo
que las gentes más humildes pueden refugiarse. No tienen formación
macroeconómica pero entienden el discurso fácil de los medios. Esto deriva en
radicalidad en las calles, que a su vez se transmite al Congreso, en posiciones
más duras e inflexibles, y haciendo que las decisiones se tomen tarde y mal.
En consecuencia del bipartidismo imposible, del disgusto
por la parálisis del Congreso y la aparente dependencia hacia los bancos se han
creado los dos movimientos marginales: el Tea Party y “Occupy Wall Street”,
movimientos totalmente contrarios pero que atraen a gentes de distinta
condición y procedencia. La mayoría de ciudadanos, aunque no participen en ellos,
se sienten identificados e integrados. Gracias a la amplia cobertura de los
medios ambos movimientos se han convertido en fenómenos mediáticos. Como
consecuencia, ambos partidos se han visto rehenes de ellos. Los republicanos se han vuelto más radicales
mientras los demócratas defienden con más autoridad sus posiciones. No
obstante, en el fondo subyace la perdida de la moderación y la racionalidad.
En
estas circunstancias, es difícil que unas nuevas elecciones en 2012 cambien la
polarización del país. En un principio, el problema era la falta de “valores”
del Gobierno, relacionado con las características personales de Obama y sus
creencias. Ahora ha evolucionado gracias a la indecisión del ejecutivo,
centrándose en sus medidas económicas. Tanto el déficit presupuestario, los
impuestos a los ricos y la reducción del presupuesto militar o de la Seguridad
Social así como el aumento de la tasa del paro. Aunque ningún economista
justificaría en la actualidad la doctrina neoliberal que impulsan los neoconservadores,
la retórica de estos últimos ha penetrado en la opinión pública americana. Por
tanto, sólo una posible victoria con autoridad puede acabar con la paralización
de las instituciones estatales.
El
radicalismo frente a la vieja política
La relación entre
el Tea Party y el Partido Republicano se ha caracterizado por el recelo entre
ambos. El partido republicano considera útil y práctico el movimiento para
levantar a las masas contra Obama, siempre y cuando el Tea Party no se meta en
la propia actividad del partido con la intención de maniatarlo. Sin embargo, ha
sido imposible evitarlo y muchos políticos y empresarios aprovecharon la
coyuntura para trepar gracias al radicalismo. De este modo, ha provocado que
hubiese dos frentes abiertos en el Partido: uno contra Obama en Washington y
otro en su propia casa entre conservadores moderados y extremistas.
El
aparato del Partido considera a los candidatos del "motín del té"
inexpertos, ilegítimos y en último término kamikazes en una batalla electoral exigente.
Saben que no pueden convencer al votante moderado e independiente con un
movimiento a media distancia entre lo neoconservador y lo anti sistema. No
obstante, de cara a las Legislativas de 2010, donde no se jugaba la
presidencia, hubo primarias dentro del Partido en cada Estado y en algunos de
estos logró vencer el candidato del Tea Party al candidato oficialista del
Partido. En las legislativas de 2010 contaba ser lo más radical posible. Quitar
el máximo poder al presidente para impedirle avanzar su programa legislativo.
Tanto Marco Rubio, Bachmann o Rand Paul forman parte de esa generación influida
por el Tea Party. Estos ganaron al candidato demócrata y accedieron a la Cámara
de Representantes, de mayoría republicana en parte gracias a ellos.
Para
comprender por qué surgió el Tea Party hay que saber que es. El Tea Party ha sido y es un movimiento
revolucionario que pretende el regeneracionismo del Partido Republicano. El pánico
y la creciente deuda, así como la incomprensión de un sector de la población
que, sin grandes apuros económicos pero a la que la crisis le había hecho mella,
han servido de caldo de cultivo desde mediados de 2007 para que una masa
popular, en principio poco definida pero bien estructurada, se situara al
margen de los partidos para lanzar su propia ideología, lo que luego se
conocería como el Tea Party. Esta se basaba en los principios americanos más
profundos: el imperio de la Ley, el conservadurismo religioso, el racismo y un
sentimiento de odio a todo lo que representara el Estado, el liberalismo o el
cambio climático. Asimismo, abogando por una concepción purista y originalista
de la Constitución, estaban integrados por una mayoría blanca trabajadora en la
que predominaba gente de mayor edad, aunque fueran jóvenes los que crearan y
organizaran el fenómeno.
El movimiento nació de la iniciativa ciudadana. De un
grupo de gente que en varios Estados, desarrollados y demócratas paradójicamente,
sentía frustración ante circunstancias que no entendía y deploraba, como las
ayudas a los bancos y las exenciones fiscales. En cierto sentido recuerda a la
frase de la película Network, donde Howard Beale decía: “Estoy más que harto y no pienso seguir soportándolo”. No obstante,
según las encuestas, el segmento de población que motivó el movimiento no vivía
en una mala situación económica. No eran ricos pero si más prósperos que el
resto de ciudadanos. La mayoría tenían un título universitario y una situación
económica notable o buena. Su deriva hacia el Tea Party podría parecer ilógica
pero no es así. De hecho, enlaza con la moral conservadora según la cuál se
debe promover la competencia y la victoria del fuerte mientras las ayudas
públicas solo sirven para salvar al débil en peligro, prolongando una
estructura (Seguridad Social, medicare…) ineficiente por naturaleza. Es la ley
de la selva. La supervivencia del que se adapta, en la que los que están abajo
deben sacrificarse por los fuertes.
Por
tanto, cuando Obama promovía medidas para defender a minorías y a las clases
más pobres, una parte de la clase media o media-baja se sintió perjudicada. La
diferencia de clases esta clara, potenciada por la raza, ya que la inmigración
es vista como un caballo de troya para la entrada de drogas, delincuencia,
pobreza y masa trabajadora que amenaza los puestos de trabajo norteamericanos, así
como la pureza cultural de la nación. En este sentido, muchos libertarios están
a favor de dejar caer los bancos y las empresas que no pueden sostenerse solas,
resultando esclarecedor el hecho de que desconfíen de Obama porque beneficia al
pobre o débil.
Por otro lado, un factor clave en el Tea Party ha sido la
contradicción entre sus demandas. Por un lado, buscan reducir el Estado a su mínima
expresión, concediendo al americano el mayor grado de poder sobre su propia
vida. Sin embargo, la gran masa que sustenta su apoyo necesita el seguro médico
y la Seguridad Social, algo incompatible con cualquier país sin Estado. Por
ello se puede decir que, debido a la situación económica, el pueblo dependía
más que nunca del Gobierno pero, al mismo tiempo, se desconfiaba de él como
nunca antes se había hecho.
Recordando
que Obama era un candidato del partido, la situación económica hizo necesario
los planes de estimulación mientras miles de personas se quedaban sin casa y
trabajo, haciendo que una parte del pueblo desconfiara de un candidato negro,
carismático pero exótico, que quizá no tenía el suficiente carácter,
experiencia o valores necesarios para salir del conflicto. Los prejuicios se unen
a los estereotipos.
En un principio el Tea Party surgió de forma
independiente y colectiva contra el papel del Gobierno a la hora de expandir
los programas de gasto, tanto de republicanos como demócratas, aunque se
sintieran cercanos a la rama republicana, sobre todo en temas de moralidad y
religión. No obstante, las personas que se apuntaron al movimiento sentían que
el Gobierno conspiraba contra ellos, traicionando al ciudadano medio, al sueño
americano. Por ello, propusieron hacer una “revolución
reparadora” dentro del conservadurismo, teniendo como referente los valores
de antaño más profundos como base dogmática. A diferencia de los republicanos,
no buscaban tanto centrarse en el conservadurismo social (aborto, matrimonio)
sino en cuestiones económicas. Tanto la reducción del gasto público como los
planes de estimulo.
Los
partidarios del Tea Party están, en general, a favor de la caída de Wall
Street, de empresas insostenibles y del adelgazamiento del Estado aunque ello
afecte a los programas sanitarios (Medicare y Medicaid), la educación o la
defensa. Obama fue tildado desde el principio de marxista, musulmán y enemigo
del “verdadero” pueblo, e incluso había quien le relacionaba con Hitler, por lo
del nacionalsocialismo. Washington estaba siempre en el punto de mira pero los
demócratas eran los liberales, enemigos de los valores americanos. En este
punto, al comienzo de la etapa Obama el movimiento Tea party fue captado y poco
a poco difundido y manipulado por los comentaristas y locutores de Fox News.
Estos cubrían en primicia los actos de protesta, daban sus conclusiones y de
forma surrealista lo generalizaban a todo el país. Se actuaba con hipocondría e
hipocresía. Se creía que existía una conspiración encubierta por los grandes
poderes del Gobierno contra el pueblo y ellos eran los únicos que podían salvar
al país mediante la premisa de “somos el
pueblo elegido por Dios”. De este modo, el fanatismo y el dogma llevado por
una minoría del pueblo se adueña de la conciencia de todos.
Primarias
Republicanas
Las primarias republicanas, iniciadas desde principios de
2010, se han caracterizado hasta ahora por su debilidad de candidatos y pocas
ideas de cara al futuro. La mayor influencia ha procedido del Tea Party, un
movimiento vacio y extremista, con el cuál la mayoría de candidatos presentados
(Bachmann, Rick Perry, Rick Santorum, Gingrich o Ron Paul) coquetea o
representa directamente. Solo Mitt Romney se salva, siendo la esperanza del
aparato, moderada y práctica al mismo tiempo pero desconfiada para una parte
del voto conservador. No obstante, la enorme presencia que estos
acontecimientos suelen tener en los medios (debates, entrevistas, directos, mítines)
no ha servido para cautivar a los votantes republicanos, ni mucho menos, que se
encuentran divididos entre su corazón y su cerebro.
Normalmente, para ganar las primarias es necesario
cautivar y ensalzar los valores que tu Partido representa siendo en ocasiones
más pasional que racional. Sin embargo, hasta ahora, el proceso electoral ha
servido para mostrar las carencias de un partido enfrentado entre dos
facciones: la más radical, que representa la fe en el conservadurismo, sus
valores y principios más auténticos (dios, la patria y la Constitución),
reflejados en todas las manifestaciones del Tea Party; la otra facción, en
cambio, es pragmática y cerebral. Sabe que un candidato tendente al
aislacionismo exterior, la reducción del Estado a niveles ínfimos (algo que ni
Reagan se atrevió a hacer) o la dureza en materia social no hará ganar ningún
voto independiente sino que le dará la reelección a Obama.
Esta división plantea una crisis de ideas e identidad y
sobre todo de falta de liderazgo. Ante esto han surgido candidatos obscenos, arribistas
y negligentes que han utilizado un discurso populista y destructivo para
intentar atraer a las masas libertarias, neoconservadoras y profundamente
religiosas. Sin embargo, uno a uno han ido cayendo muchos de estos oportunistas
a causa de sus propias declaraciones, cada cual más descabellada. La conclusión
es que un 58% de los votantes, según una encuesta de la CBS, considera que
ninguno de los candidatos despierta su simpatía e interés. Tras sólo dos caucus
sólo quedan cuatro candidatos (Romney, Paul, Santorum y Gingrich) pero las
sensaciones son pesimistas de cara a noviembre de 2012.
La victoria de Obama en 2008 hizo pensar en una larga
etapa demócrata. Sin embargo, la recesión y las medidas impopulares hicieron
crecer al “movimiento anti sistema”,
que logró impulsarse hasta ganar en 2010. Pero este triunfo no ha sido
suficiente para crear una plataforma de cara a las elecciones. Logró insuflar
energías pero no ideas. Aparte de bloquear al país durante más de un año no han
aportado nada. Se han opuesto a la modernidad y al progreso. Todo aquello que
la sociedad se había ido cerciorando en los últimos veinte años como el cambio
climático, el matrimonio homosexual, el aborto o la utilización de células
madre ha dado un frenazo. E incluso el tipo de educación o la teoría de la
evolución se ponen en entredicho.
En
este apartado se sitúan todos los candidatos relacionados con el Tea Party, lo cual
no significa que no existan diferencias considerables entre ellos, sobre todo
en política exterior (Ron Paul defiende el aislacionismo mientras Santorum
fomenta el enfrentamiento entre naciones). Sin embargo, estas primarias niegan
cualquier espacio a la moderación, que había sido considerada una virtud en la
política del pasado. No obstante, hoy en día se ve como una debilidad o un pecado.
El aspirante más centrista, Romney, tiene que torear en territorio
ultraconservador y acercarse a posturas más duras para ganar votos, al menos,
hasta conseguir su objetivo. Esto ha creado un gran abismo entre las bases del
Partido Republicano, que buscan actuar por su cuenta y la dirección del mismo,
donde las principales figuras discretas y cuerdas están condenadas a la
marginación. La fuerza de la masa, conservadora y populista, aumenta las
dificultades de Romney para ganar.
Percepciones
ante noviembre de 2012
Aunque
se puede criticar el sistema electoral estadounidense, tanto por su desprecio a
las minorías como por su amor por el dinero, el proceso para elegirlos si es
una virtud, porque son los propios votantes (y no el aparato del partido o
cualquier poder oculto) quién elige al presidente. El proceso es exhaustivo,
agotador e incluso tedioso, pero cada votante se hará una idea de cada
candidato. En cada Estado se hará un análisis personal y profesional de su
personalidad, de cualquier asunto moral, político, económico o social, así como
de sus ideas y de su pasado. Se le seguirá en directo, en entrevistas, en mítines…
hasta sus aspectos más íntimos. Sin garantizar que se elija al mejor al menos
será elegido por el pueblo.
Entrando
en materia, a diferencia de las presidenciales de 2008, en las legislativas de
2010 hubo mayor abstención entre jóvenes (18% frente al 10% en 2008) y negros
(14% frente al 10%). La abstención en general fue de record en 2010. Los
partidarios de Obama esperan que gane en 2012 e introduzca una agenda más
progresista pero, una vez más, su realidad sólo pertenece a la imaginación. El
capital político que tenía Obama en 2008 ha volado en gran parte por una
reforma sanitaria elaborada por las corporaciones farmacéuticas y las
aseguradoras. Por ello, ahora tiene que emplearse a fondo para repetir mandato.
Debe darle la vuelta a las encuestas con un discurso más duro y menos
diplomático. Aunque puede que la división entre sus rivales se lo ponga en
bandeja.
En
el partido Republicano, aún sin líder, hay cada vez más dudas sobre Romney. La
indignación por el liberalismo como creador de la crisis dio lugar a que miles
de personas protestaran pero el 70% de los que apoyaron el Tea Party lo han
abandonado y dejado su estructura a los Republicanos y a los medios más dogmáticos,
con la excepción de la corriente libertaria, hoy presente en muchos candidatos
nuevos que accedieron al Senado y al Congreso hace un año. Estos son partidarios
del aislacionismo, algo que los republicanos (más realistas) no pueden aceptar.
No
obstante, el candidato republicano tendrá tiempo y dinero para preparar la cita
electoral. Sin tener en cuenta los intereses personales, aunque al principio no
obtenga el apoyo de una mayoría de su partido, ya sea por demasiado moderado o
radical, al ser Obama el “enemigo” común las bases se unirán para derrotarle.
En este punto entran los votantes independientes e indecisos, que Obama logró
atraer la última vez pero dónde ahora ha perdido apoyo, así como minorías
raciales y los homosexuales, donde el actual presidente sí que parte con
ventaja. No obstante, desde Eisenhower, ningún candidato ha ganado la
reelección con un índice de apoyo inferior al 50% y tampoco había sido elegido
con una tasa de paro superior al 7%.
Hasta
ahora, la clara victima de toda la campaña electoral ha sido el proceso
legislativo y la situación económica de las clases más bajas. Los candidatos republicanos
llevan a cabo una campaña de imagen. Son listos, astutos, aprovechados, pero carecen
de ideas que sustenten sus candidaturas. Por su parte, Obama tiene una
coyuntura económica cada vez mejor, con un índice de paro en recuperación y un
arsenal de reproches y críticas hacia Romney, el claro favorito a ser su rival.
Si Obama aprovecha sus oportunidades y las limitaciones de su rival ganará en
noviembre. Sin embargo, las elecciones no podrán superar la polarización del
país e incluso los candidatos más extremistas volverán a surgir con más fuerza.
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